Lo mucho o poco que sé del amor lo aprendí escribiendo. Sí, escribiendo tres años de vida, tres años de historia y de vino añejo. Escribiendo estupideces románticas. Lo poco, lo muy poco que sé del amor, lo aprendí cuando aparqué el coche en el portal, cuando aparqué la sensatez y los prejuicios. Fue justo cuando aprendí que el amor no se busca, se encuentra. Que el amor no se elige, sino que te elige a ti.
Lo poco que sé del amor es que es impredecible e imprevisible. Que te da sorpresas (y sustos). Que te lleva del cielo al infierno, y del infierno a un estado de letargo difícil de superar. Que te encierra y te encoge el corazón, y te cambia los apuntes y los esquemas. Me dí cuenta que no es el cuándo, sino el cómo. Que no es el cómo, sino el quién. Que “A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante” (Oscar Wilde).
Lo poquísimo que sé del amor es que no entiende de pautas ni de consejos, ni de medidas ni restricciones: es pura magia e intuición. De lo poco que he aprendido, sé que no puede ser entendido sólo con la cabeza, es imposible. Así que perdonadme por criticar esos artículos sobre racionalizar lo irracional. Disculpadme por negarme a ver la realidad de las ventajas de pensar con claridad.
Así que perdonad (o no) que venere el amor de película, pero es que lo poco que sé, es que el amor es locura, es pasar de nada a todo y de todo a nada: no tiene ni pies ni cabeza.
Es, sencillamente, una dulce introducción al caos.
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