Cuántas veces no ha inflado un hombre el pecho, ha alzado la voz, fruncido el ceño, con el único fin de mostrar su creída virilidad y sentirse el macho alfa al decir eso de: “Yo paso de las tías, a mí no me ata nadie”. Señor mío, acaba usted de pecar. Y que no se me enfade ni monte en cólera nadie, todos hemos dicho esas palabras o conocemos a alguien que las ha pronunciado.
Es entonces y por regla general, ante este soberbio y supuesto poderío masculino, cuando a los hombres nos llega el destino -o como quiera llamarlo usted- y nos arrea un bofetón a mano abierta en toda la cara. Es entonces cuando la vemos a ella.
Puede que la conocieses ya, y únicamente estuvieras haciendo gala de una gran hipocresía y estupidez al negarlo y mofarte de ello con los amigos. O simplemente no la hubieses visto en tu vida, y es ahora mi querido idiota, cuando le han arreado no uno, sino un par de bofetones.
Sea como fuere, bien conocida nos es esa sensación en la que te abstraes de todo cuanto has hecho, hablado y pensado. Donde se te hiela la sangre al verla y te hierve al hablar con ella, o al ver que hace caso omiso a tu miserable existencia. Da igual que sea alta, baja, delgada, gorda, siesa, simpática y más o menos guapa. Hace que se te ponga esa cara de bobalicón empedernido y que te tiemblen las piernas como a un chiquillo asustado, lo cual, tanto has criticado con anterioridad.
Nosotros, los hombres, creemos que lo sabemos todo, que poseemos un control total, que podemos ir por el mundo haciendo caso omiso a todo cuanto nos rodea, creyéndonos los dueños. Nada más lejos de la realidad. Esa actitud es la que nos delata, la que muestra nuestra inseguridad y falta de conocimiento ante un tema tan corriente, que no fácil, como son las mujeres, como es ella. Sin embargo, continuaremos con esa misma actitud porque irremediablemente ha sido, es y será la naturaleza del hombre.
Pero permítanme decirles algo, antes de que me destripen y me tachen de sentimentalista, fulano y aterciopelado mariposón. Por mucho que nos duela, nos moleste y no estemos dispuestos a reconocerlo, son ellas las que nos vuelven completamente locos y las que llevan los pantalones. Por ellas, el hombre más altivo y fanfarrón se bajaría las bragas porque, y perdonen la expresión, usted, amigo mío, tiene el mango, pero son ellas las que controlan, dominan y hacen lo que quieren con la sartén.
“No olvides nunca que el primer beso no se da con la boca, sino con los ojos”
O. Bernhardt
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