Nadie mejor que el señor Chaplin para afirmar esa verdad: “Un día sin risa es un día perdido”. Qué típico, ¿no? Muy típico y muy olvidado. Pero es normal, no tenemos tiempo de acordarnos de algo tan sencillo y tan necesario. Estamos demasiado ocupados con tantas preocupaciones que tienen solución, con agobios monumentales que luego no son para tanto y con caras largas que están deseando sonreír. Por favor señores, relajen su entrecejo y arruguen sus mejillas.
Nietzsche comentó una vez: “La potencia intelectual de un hombre se mide por la dosis de humor que es capaz de utilizar”. Es uno de los pocos placeres de la vida que no debemos perder. Nadie quiere estar con alguien que se pasa la vida amargado, inseguro y que solo sabe lamentarse y encontrar el pesimismo allá donde vaya. Todos conocemos a alguien así. Esa gente acaba sola o en un psicólogo con mucha paciencia. ¿Por qué? Porque lo que buscamos es estar rodeados de gente con sangre en las venas, gente natural, que está segura de sí misma, que tiene conversación, que se siente viva, que siempre se arriesga a intentarlo, que tiene ganas de todo, que busca soluciones, que te contagia la ilusión, que tiene un buen humor que alegra a cualquiera, que busca siempre el buen rollo, y por supuesto, que le guste reír.
La vida hay que tomársela en serio, pero nunca debe ser una excusa para dejar de sonreír. Ahora es cuando os suelto eso de… “nunca sabes quién puede enamorarse de tu sonrisa”. Y esa razón puede ser más que suficiente. Los menos románticos fiaros de un genio cuando dice que un día sin risa es un día perdido.
Hacen falta cosquillas para serios, pensar despacio para andar deprisa, dar serenatas en los cementerio muriéndose de risa. Y jugar por jugar sin tener que morir o matar, vivir al revés, que bailar es soñar con los pies.
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